Homilía del Papa Francisco en el Barthélémy Boganda Stadium de Bangui

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30/11/2015
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No deja de asombrarnos, al leer la primer lectura, el entusiasmo y el dinamismo misionero del Apóstol Pablo. «¡Qué hermosos los pies de los que anuncian la Buena Noticia del bien!» (Rm 10,15). Es una invitación a agradecer el don de la fe que estos mensajeros nos han transmitido. Nos invita también a maravillarnos por la labor misionera que â??no hace mucho tiempoâ?? trajo por primera vez la alegrí­a del Evangelio a esta amada tierra de Centroáfrica. Es bueno, sobre todo en tiempos difí­ciles, cuando abundan las pruebas y los sufrimientos, cuando el futuro es incierto y nos sentimos cansados, con miedo de no poder más, reunirse alrededor del Señor, como hacemos hoy, para gozar de su presencia, de su vida nueva y de la salvación que nos propone, como esa otra orilla hacia la que debemos dirigirnos.

La otra orilla es, sin duda, la vida eterna, el Cielo que nos espera. Esta mirada tendida hacia el mundo futuro ha fortalecido siempre el ánimo de los cristianos, de los más pobres, de los más pequeños, en su peregrinación terrena. La vida eterna no es una ilusión, no es una fuga del mundo, sino una poderosa realidad que nos llama y compromete a perseverar en la fe y en el amor.

Pero esa otra orilla más inmediata que buscamos alcanzar, la salvación que la fe nos obtiene y de la que nos habla san Pablo, es una realidad que transforma ya desde ahora nuestra vida presente y el mundo en que vivimos: «El que cree con el corazón alcanza la justicia» (cf. Rm 10,10). Recibe la misma vida de Cristo que lo hace capaz de amar a Dios y a los hermanos de un modo nuevo, hasta el punto de dar a luz un mundo renovado por el amor.

Demos gracias al Señor por su presencia y por la fuerza que nos comunica en nuestra vida diaria, cuando experimentamos el sufrimiento fí­sico o moral, la pena, el luto; por los gestos de solidaridad y de generosidad que nos ayuda a realizar; por las alegrí­as y el amor que hace resplandecer en nuestras familias, en nuestras comunidades, a pesar de la miseria, la violencia que, a veces, nos rodea o del miedo al futuro; por el deseo que pone en nuestras almas de querer tejer lazos de amistad, de dialogar con el que es diferente, de perdonar al que nos ha hecho daño, de comprometernos a construir una sociedad más justa y fraterna en la que ninguno se sienta abandonado. En todo esto, Cristo resucitado nos toma de la mano y nos lleva a seguirlo. Quiero agradecer con ustedes al Señor de la misericordia todo lo que de hermoso, generoso y valeroso les ha permitido realizar en sus familias y comunidades, durante las vicisitudes que su paí­s ha sufrido desde hace muchos años.

Es verdad, sin embargo, que todaví­a no hemos llegado a la meta, estamos como a mitad del rí­o y, con renovado empeño misionero, tenemos que decidirnos a pasar a la otra orilla. Todo bautizado ha de romper continuamente con lo que aún tiene del hombre viejo, del hombre pecador, siempre inclinado a ceder a la tentación del demonio â??y cuánto actúa en nuestro mundo y en estos momentos de conflicto, de odio y de guerraâ??, que lo lleva al egoí­smo, a encerrarse en sí­ mismo y a la desconfianza, a la violencia y al instinto de destrucción, a la venganza, al abandono y a la explotación de los más débilesâ?¦

Sabemos también que a nuestras comunidades cristianas, llamadas a la santidad, les queda todaví­a un largo camino por recorrer. Es evidente que todos tenemos que pedir perdón al Señor por nuestras excesivas resistencias y demoras en dar testimonio del Evangelio. Ojalá que el Año Jubilar de la Misericordia, que acabamos de empezar en su Paí­s, nos ayude a ello. Ustedes, queridos centroafricanos, deben mirar sobre todo al futuro y, apoyándose en el camino ya recorrido, decidirse con determinación a abrir una nueva etapa en la historia cristiana de su Paí­s, a lanzarse hacia nuevos horizontes, a ir mar adentro, a aguas profundas. El Apóstol Andrés, con su hermano Pedro, al llamado de Jesús, no dudaron ni un instante en dejarlo todo y seguirlo: «Inmediatamente dejaron las redes y lo siguieron» (Mt 4,20). También aquí­ nos asombra el entusiasmo de los Apóstoles que, atraí­dos de tal manera por Cristo, se sienten capaces de emprender cualquier cosa y de atreverse, con Él, a todo.

Cada uno en su corazón puede preguntarse sobre su relación personal con Jesús, y examinar lo que ya ha aceptado â??o tal vez rechazadoâ?? para poder responder a su llamado a seguirlo más de cerca. El grito de los mensajeros resuena hoy más que nunca en nuestros oí­dos, sobre todo en tiempos difí­ciles; aquel grito que resuena por «toda la tierra [â?¦] y hasta los confines del orbe» (cf.Rm 10,18; Sal 18,5). Y resuena también hoy aquí­, en esta tierra de Centroáfrica; resuena en nuestros corazones, en nuestras familias, en nuestras parroquias, allá donde quiera que vivamos, y nos invita a perseverar con entusiasmo en la misión, una misión que necesita de nuevos mensajeros, más numerosos todaví­a, más generosos, más alegres, más santos. Todos y cada uno de nosotros estamos llamados a ser este mensajero que nuestro hermano, de cualquier etnia, religión y cultura, espera a menudo sin saberlo. En efecto, ¿cómo podrá este hermano â??se pregunta san Pabloâ?? creer en Cristo si no oye ni se le anuncia la Palabra?

A ejemplo del Apóstol, también nosotros tenemos que estar llenos de esperanza y de entusiasmo ante el futuro. La otra orilla está al alcance de la mano, y Jesús atraviesa el rí­o con nosotros. Él ha resucitado de entre los muertos; desde entonces, las dificultades y sufrimientos que padecemos son ocasiones que nos abren a un futuro nuevo, si nos adherimos a su Persona. Cristianos de Centroáfrica, cada uno de ustedes está llamado a ser, con la perseverancia de su fe y de su compromiso misionero, artí­fice de la renovación humana y espiritual de su Paí­s.

Que la Virgen Marí­a, quien después de haber compartido el sufrimiento de la pasión comparte ahora la alegrí­a perfecta con su Hijo, los proteja y los fortalezca en este camino de esperanza. Amén.

 

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