Discurso completo del Papa a los sacerdores, consagrados y seminaristas

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21/09/2015
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Palabras pronunciadas por el Santo Padre


El Cardenal Jaime nos habló de pobreza y la hermana Yaileny [Sor Yaileny Ponce Torres, Hija de la Caridad] nos habló del más pequeño, de los más pequeños: 'son todos niñosâ?. Yo tení­a preparada una Homilí­a para decir ahora, en base a los textos bí­blicos, pero cuando hablan los profetas â??y todo sacerdote es profeta, todo bautizado es profeta, todo consagrado es profetaâ??, vamos a hacerles caso a ellos. Y entonces, yo le voy a dar la Homilí­a al Cardenal Jaime para que se las haga llegar a ustedes y la publiquen. Después la meditan. Y ahora, charlemos un poquito sobre lo que dijeron estos dos profetas.


Al Cardenal Jaime se le ocurrió pronunciar una palabra muy incómoda, sumamente incómoda, que incluso va de contramano con toda la estructura cultural, entre comillas, del mundo. Dijo: 'pobrezaâ?. Y la repitió varias veces. Y pienso que el Señor quiso que la escucháramos varias veces y la recibiéramos en el corazón. El espí­ritu mundano no la conoce, no la quiere, la esconde, no por pudor, sino por desprecio. Y, si tiene que pecar y ofender a Dios, para que no le llegue la pobreza, lo hace. El espí­ritu del mundo no ama el camino del Hijo de Dios, que se vació a sí­ mismo, se hizo pobre, se hizo nada, se humilló, para ser uno de nosotros.


La pobreza que le dio miedo a aquel muchacho tan generoso â??habí­a cumplido todos los mandamientosâ?? y cuando Jesús le dijo: 'Mirá, vendé todo lo que tenés y dáselo a los pobresâ?, se puso triste, le tuvo miedo a la pobreza. La pobreza, siempre tratamos de escamotearla, sea por cosas razonables, pero estoy hablando de escamotearla en el corazón. Que hay que saber administrar los bienes, es una obligación, pues los bienes son un don de Dios, pero cuando esos bienes entran en el corazón y te empiezan a conducir la vida, ahí­ perdiste. Ya no sos como Jesús. Tenés tu seguridad donde la tení­a el joven triste, el que se fue entristecido. A ustedes, sacerdotes, consagrados, consagradas, creo que les puede servir lo que decí­a San Ignacio â??y esto no es propaganda publicitaria de familia, noâ??, pero él decí­a que la pobreza era el muro y la madre de la vida consagrada. Era la madre porque engendraba más confianza en Dios. Y era el muro porque la protegí­a de toda mundanidad. ¡Cuántas almas destruidas! Almas generosas, como la del joven entristecido, que empezaron bien y después se les fue apegando el amor a esa mundanidad rica, y terminaron mal. Es decir, mediocres. Terminaron sin amor porque la riqueza pauperiza, pero pauperiza mal. Nos quita lo mejor que tenemos, nos hace pobres en la única riqueza que vale la pena, para poner la seguridad en lo otro.


El espí­ritu de pobreza, el espí­ritu de despojo, el espí­ritu de dejarlo todo, para seguir a Jesús. Este dejarlo todo no lo invento yo. Varias veces aparece en el Evangelio. En un llamado de los primeros que dejaron las barcas, las redes, y lo siguieron. Los que dejaron todo para seguir a Jesús. Una vez me contaba un viejo cura sabio, hablando de cuando se mete el espí­ritu de riqueza, de mundanidad rica, en el corazón de un consagrado o de una consagrada, de un sacerdote, de un Obispo, de un Papa, lo que sea. Dice que, cuando uno empieza a juntar plata, y para asegurarse el futuro, ¿no es cierto?, entonces el futuro no está en Jesús, está en una compañí­a de seguros de tipo espiritual, que yo manejo, ¿no? Entonces, cuando, por ejemplo, una Congregación religiosa, por poner un ejemplo, me decí­a él, empieza a juntar plata y a ahorrar y a ahorrar, Dios es tan bueno que le manda un ecónomo desastroso que la lleva a la quiebra. Son de las mejores bendiciones de Dios a su Iglesia, los ecónomos desastrosos, porque la hacen libre, la hacen pobre. Nuestra Santa Madre Iglesia es pobre, Dios la quiere pobre, como quiso pobre a nuestra Santa Madre Marí­a. Amen la pobreza como a madre. Y simplemente les sugiero, si alguno de ustedes tiene ganas, de preguntarse: ¿Cómo está mi espí­ritu de pobreza?, ¿cómo está mi despojo interior? Creo que pueda hacer bien a nuestra vida consagrada, a nuestra vida presbiteral. Después de todo, no nos olvidemos que es la primera de las Bienaventuranzas: Felices los pobres de espí­ritu, los que no están apegados a la riqueza, a los poderes de este mundo.


Y la hermana nos hablaba de los últimos, de los más pequeños que, aunque sean grandes, uno termina tratándolos como niños, porque se presentan como niños. El más pequeño. Es una frase de Jesús esa. Y que está en el protocolo sobre el cual vamos a ser juzgados: 'Lo que hiciste al más pequeño de estos hermanos, me lo hiciste a mí­â?. Hay servicios pastorales que pueden ser más gratificantes desde el punto de vista humano, sin ser malos ni mundanos, pero cuando uno busca en la preferencia interior al más pequeño, al más abandonado, al más enfermo, al que nadie tiene en cuenta, al que nadie quiere, el más pequeño, y sirve al más pequeño, está sirviendo a Jesús de manera superlativa. A vos te mandaron donde no querí­as ir. Y lloraste. Lloraste porque no te gustaba, lo cual no quiere decir que seas una monja llorona, no. Dios nos libre de las monjas lloronas, ¿eh?, que siempre se están lamentando. Eso no es mí­o, eso lo decí­a Santa Teresa, ¿eh?, a sus monjas. Es de ella. Guay de aquella monja que anda todo el dí­a lamentándose porque me hicieron una injusticia. En el lenguaje castellano de la época decí­a: 'guay de la monja que anda diciendo: hiciéronme sin razónâ?. Vos lloraste porque eras joven, tení­as otras ilusiones, pensabas quizás que en un colegio podí­as hacer más cosas, y que podí­as organizar futuros para la juventud. Y te mandaron ahí­ â??'Casa de Misericordiaâ? â??, donde la ternura y la misericordia del Padre se hace más patente, donde la ternura y la misericordia de Dios se hace caricia. Cuántas religiosas, y religiosos, queman â??y repito el verbo, quemanâ??, su vida, acariciando material de descarte, acariciando a quienes el mundo descarta, a quienes el mundo desprecia, a quienes el mundo prefiere que no estén, a quienes el mundo hoy dí­a, con métodos de análisis nuevos que hay, cuando se prevé que puede venir con una enfermedad degenerativa, se propone mandarlo de vuelta, antes de que nazca. Es el más pequeño. Y una chica joven, llena de ilusiones, empieza su vida consagrada haciendo viva la ternura de Dios en su misericordia. A veces no entienden, no saben, pero qué linda es para Dios y que bien que hace a uno, por ejemplo, la sonrisa de un espástico, que no sabe cómo hacerla, o cuando te quieren besar y te babosean la cara. Esa es la ternura de Dios, esa es la misericordia de Dios. O cuando están enojados y te dan un golpe. Y quemar mi vida así­, con material de descarte a los ojos del mundo, eso nos habla solamente de una persona. Nos habla de Jesús, que, por pura misericordia del Padre, se hizo nada, se anonadó, dice el texto de Filipenses, capí­tulo dos. Se hizo nada. Y esta gente a la que vos dedicás tu vida imitan a Jesús, no porque lo quisieron, sino porque el mundo los trajo así­. Son nada y se los esconde, no se los muestra, o no se los visita. Y si se puede, y todaví­a se está a tiempo, se los manda de vuelta. Gracias por lo que hacés y en vos, gracias a todas estas mujeres y a tantas mujeres consagradas, al servicio de lo inútil, porque no se puede hacer ninguna empresa, no se puede ganar plata, no se puede llevar adelante absolutamente nada 'constructivoâ? entre comillas, con esos hermanos nuestros, con los menores, con los más pequeños. Ahí­ resplandece Jesús. Y ahí­ resplandece mi opción por Jesús. Gracias a vos y a todos los consagrados y consagradas que hacen esto.


'Padre, yo no soy monja, yo no cuido enfermos, yo soy cura, y tengo una parroquia, o ayudo a un párroco. ¿Cuál es mi Jesús predilecto? ¿Cuál es el más pequeño? ¿Cuál es aquél que me muestra más la misericordia del Padre? ¿Dónde lo tengo que encontrar?â?. Obviamente, sigo recorriendo el protocolo de Mateo 25. Ahí­ los tenés a todos: en el hambriento, en el preso, en el enfermo. Ahí­ los vas a encontrar, pero hay un lugar privilegiado para el sacerdote, donde aparece ese último, ese mí­nimo, el más pequeño, y es el confesionario. Y ahí­, cuando ese hombre o esa mujer te muestra su miseria, ¡ojo!, que es la misma que tenés vos y que Dios te salvó, ¿eh?, de no llegar hasta ahí­. Cuando te muestra su miseria, por favor, no lo retes, no lo arrestes, no lo castigues. Si no tenés pecado, tirale la primera piedra, pero solamente con esa condición. Si no, pensá en tus pecados. Y pensá que vos podés ser esa persona. Y pensá que vos, potencialmente, podés llegar más bajo todaví­a. Y pensá que vos, en ese momento, tenés un tesoro en las manos, que es la misericordia del Padre. Por favor â??a los sacerdotesâ??, no se cansen de perdonar. Sean perdonadores. No se cansen de perdonar, como lo hací­a Jesús. No se escondan en miedos o en rigideces. Así­ como esta monja y todas las que están en su mismo trabajo no se ponen furiosas cuando encuentran al enfermo sucio o mal, sino que lo sirven, lo limpian, lo cuidan, así­ vos, cuando te llega el penitente, no te pongas mal, no te pongas neurótico, no lo eches del confesionario, no lo retes. Jesús los abrazaba. Jesús los querí­a. Mañana festejamos San Mateo. Cómo robaba ese. Además, cómo traicionaba a su pueblo. Y dice el Evangelio que, a la noche, Jesús fue a cenar con él y otros como él. San Ambrosio tiene una frase que a mí­ me conmueve mucho: 'Donde hay misericordia, está el espí­ritu de Jesús. Donde hay rigidez, están solamente sus ministrosâ?.


Hermano sacerdote, hermano Obispo, no le tengas miedo a la misericordia. Dejá que fluya por tus manos y por tu abrazo de perdón, porque ese o esa que están ahí­ son el más pequeño. Y por lo tanto, es Jesús. Esto es lo que se me ocurre decir después de haber escuchado a estos dos profetas. Que el Señor nos conceda estas gracias que ellos dos han sembrado en nuestro corazón: pobreza y misericordia. Porque ahí­ está Jesús.

 

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Nos hemos reunido en esta histórica Catedral de La Habana para cantar con los salmos la fidelidad de Dios con su Pueblo, para dar gracias por su presencia, por su infinita misericordia. Fidelidad y misericordia no solo hecha memoria por las paredes de esta casa, sino por algunas cabezas que «pintan canas», recuerdo vivo, actualizado de que «infinita es su misericordia y su fidelidad dura las edades». Hermanos, demos gracias juntos.


Demos gracias por la presencia del Espí­ritu con la riqueza de los diversos carismas en los rostros de tantos misioneros que han venido a estas tierras, llegando a ser cubanos entre los cubanos, signo de que es eterna su misericordia.


El Evangelio nos presenta a Jesús en diálogo con su Padre, nos pone en el centro de la intimidad hecha oración entre el Padre y el Hijo. Cuando se acercaba su hora, Jesús rezó al Padre por sus discí­pulos, por los que estaban con Él y por los que vendrí­an (cf. Jn 17,20). Nos hace bien pensar que en su hora crucial, Jesús pone en su oración la vida de los suyos, nuestra vida. Y le pide a su Padre que los mantenga en la unidad y en la alegrí­a. Conocí­a bien Jesús el corazón de los suyos, conoce bien nuestro corazón. Por eso reza, pide al Padre para que no les gane una conciencia que tiende a aislarse, refugiarse en las propias certezas, seguridades, espacios; a desentenderse de la vida de los demás, instalándose en pequeñas «chacras» que rompen el rostro multiforme de la Iglesia. Situaciones que desembocan en tristeza individualista, en una tristeza que poco a poco va dejándole lugar al resentimiento, a la queja continua, a la monotoní­a; «ése no es el deseo de Dios para nosotros, ésa no es la vida en el Espí­ritu» (Evangelii gaudium, 2) a la que los invitó, a la que nos invitó. Por eso Jesús reza, pide para que la tristeza y el aislamiento no nos gane el corazón. Nosotros queremos hacer lo mismo, queremos unirnos a la oración de Jesús, a sus palabras para decir juntos: «Padre santo, cuí­dalos con el poder de tu nombreâ?¦ para que estén completamente unidos, como tú y yo» (Jn 17,11), «y su gozo sea completo» (v. 13).


Jesús reza y nos invita a rezar porque sabe que hay cosas que solo las podemos recibir como don, hay cosas que solo podemos vivir como regalo. La unidad es una gracia que solamente puede darnos el Espí­ritu Santo, a nosotros nos toca pedirla y poner lo mejor de nosotros para ser transformados por este don.


Es frecuente confundir unidad con uniformidad; con un hacer, sentir y decir todos lo mismo. Eso no es unidad, eso es homogeneidad. Eso es matar la vida del Espí­ritu, es matar los carismas que Él ha distribuido para el bien de su Pueblo. La unidad se ve amenazada cada vez que queremos hacer a los demás a nuestra imagen y semejanza. Por eso la unidad es un don, no es algo que se pueda imponer a la fuerza o por decreto. Me alegra verlos a ustedes aquí­, hombres y mujeres de distintas épocas, contextos, biografí­as, unidos por la oración en común. Pidámosle a Dios que haga crecer en nosotros el deseo de projimidad. Que podamos ser prójimos, estar cerca, con nuestras diferencias, maní­as, estilos, pero cerca. Con nuestras discusiones, peleas, hablando de frente y no por detrás. Que seamos pastores prójimos a nuestro pueblo, que nos dejemos cuestionar, interrogar por nuestra gente. Los conflictos, las discusiones en la Iglesia son esperables y, hasta me animo a decir, necesarias. Signo de que la Iglesia está viva y el Espí­ritu sigue actuando, la sigue dinamizando. ¡Ay de esas comunidades donde no hay un sí­ o un no! Son como esos matrimonios donde ya no discuten porque se ha perdido el interés, se ha perdido el amor.


En segundo lugar, el Señor reza para que nos llenemos «de la misma perfecta alegrí­a» que Él tiene (cf. Jn 17,13). La alegrí­a de los cristianos, y especialmente la de los consagrados, es un signo muy claro de la presencia de Cristo en sus vidas. Cuando hay rostros entristecidos es una señal de alerta, algo no anda bien. Y Jesús pide esto al Padre nada menos que antes de ir al huerto, cuando tiene que renovar su «fiat». No dudo que todos ustedes tienen que cargar con el peso de no pocos sacrificios y que para algunos, desde hace décadas, los sacrificios habrán sido duros. Jesús reza también desde su sacrificio para que nosotros no perdamos la alegrí­a de saber que Él vence al mundo. Esta certeza es la que nos impulsa mañana a mañana a reafirmar nuestra fe. «Él (con su oración, en el rostro de nuestro Pueblo) nos permite levantar la cabeza y volver a empezar, con una ternura que nunca nos desilusiona y que siempre puede devolvernos la alegrí­a» (Evangelii gaudium, 3).


¡Qué importante, qué testimonio tan valioso para la vida del pueblo cubano, el de irradiar siempre y por todas partes esa alegrí­a, no obstante los cansancios, los escepticismos, incluso la desesperanza, que es una tentación muy peligrosa que apolilla el alma!


Hermanos, Jesús reza para que seamos uno y su alegrí­a permanezca en nosotros, hagamos lo mismo, unámonos los unos a los otros en oración.

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