Queridos hermanos y hermanas:
En la primera lectura hemos escuchado una pregunta: «[Señor,] ¿y quién habría conocido tu
voluntad si tú mismo no hubieras dado la Sabiduría y enviado desde lo alto tu santo espíritu?»
(Sab 9,17). La hemos oído después de que dos jóvenes beatos, Pier Giorgio Frassati y Carlo Acutis,
fueran proclamados santos, y eso es providencial. En el libro de la Sabiduría, esta pregunta está
atribuida precisamente a un joven como ellos: el rey Salomón. Cuando murió David, su padre, él se
dio cuenta de que disponía de muchas cosas: el poder, la riqueza, la salud, la juventud, la belleza, el
reino. Pero esta gran abundancia de medios le había hecho surgir una pregunta en su corazón: “¿Qué
debo hacer para que nada se pierda?”. Y había entendido que el único camino para encontrar una
respuesta era pedir a Dios un don aún mayor: su Sabiduría, para poder conocer sus proyectos y adherir
a ellos fielmente. Se dio cuenta, en efecto, que de ese modo todas las cosas encontrarían su lugar en
el gran designio del Señor. Sí, porque el riesgo más grande de la vida es desaprovecharla fuera del
proyecto de Dios.
También Jesús, en el Evangelio, nos habla de un proyecto al que adherir hasta el final. Dice:
«El que no carga con su cruz y me sigue, no puede ser mi discípulo» (Lc 14,27); y agrega: «cualquiera
de ustedes que no renuncie a todo lo que posee, no puede ser mi discípulo» (v. 33). Es decir, nos
llama a lanzarnos sin vacilar a la aventura que Él nos propone, con la inteligencia y la fuerza que
vienen de su Espíritu y que podemos acoger en la medida en que nos despojamos de nosotros mismos,
de las cosas y de las ideas a las que estamos apegados, para ponernos a la escucha de su palabra.
Muchos jóvenes, a lo largo de los siglos, tuvieron que afrontar este momento decisivo de la
vida. Pensemos en san Francisco de Asís: como Salomón, también él era joven y rico, y estaba
sediento de gloria y de fama. Por eso partió a la guerra, esperando ser nombrado “caballero” y
revestirse de honores. Pero Jesús se le apareció en el camino y le hizo reflexionar sobre lo que estaba
haciendo. Vuelto en sí, dirigió a Dios una pregunta sencilla: «Señor, ¿qué quieres que haga?».Y a
partir de allí, volviendo sobre sus pasos, comenzó a escribir una historia diferente: la maravillosa
historia de santidad que todos conocemos, despojándose de todo para seguir al Señor (cf. Lc 14,33),
viviendo en pobreza y prefiriendo el amor a los hermanos, especialmente a los más débiles y
pequeños, al oro, a la plata y a las telas preciosas de su padre.
¡Y cuántos otros santos y santas podríamos recordar! A veces nosotros los representamos
como grandes personajes, olvidando que para ellos todo comenzó cuando, aún jóvenes, respondieron
“sí” a Dios y se entregaron a Él plenamente, sin guardar nada para sí. A este respecto, san Agustín
cuenta que, en el «nudo tortuosísimo y enredadísimo» de su vida, una voz, en lo profundo, le decía:
«Sólo a ti quiero». Y, de esa manera, Dios le dio una nueva dirección, un nuevo camino, una nueva
lógica, donde nada de su existencia estuvo perdido.
En este marco, contemplamos hoy a san Pier Giorgio Frassati y a san Carlo Acutis: un joven
de principios del siglo XX y un adolescente de nuestros días, ambos enamorados de Jesús y dispuestos
a dar todo por Él.
Pier Giorgio encontró al Señor por medio de la escuela y los grupos eclesiales —la Acción
Católica, las Conferencias de San Vicente de Paúl, la F.U.C.I. (Federación Universitaria Católica
Italiana), la Orden Tercera de Santo Domingo— y dio testimonio de ello a través de su alegría de
vivir y de ser cristiano en la oración, en la amistad y en la caridad. Hasta el punto de que, a fuerza de
verlo recorrer las calles de Turín con carritos repletos de ayuda para los pobres, sus amigos lo
llamaban “Empresa de Transportes Frassati”. También hoy, la vida de Pier Giorgio representa una
luz para la espiritualidad laical. Para él la fe no fue una devoción privada; impulsado por la fuerza del
Evangelio y la pertenencia a asociaciones eclesiales, se comprometió generosamente en la sociedad,
dio su contribución en la vida política, se desgastó con ardor al servicio de los pobres.
Carlo, por su parte, encontró a Jesús en su familia, gracias a sus padres, Andrés y Antonia —
presentes hoy aquí con sus dos hermanos, Francesca y Michele— y después en la escuela, también
él, y sobre todo en los sacramentos, celebrados en la comunidad parroquial. De ese modo, creció
integrando naturalmente en sus jornadas de niño y de adolescente la oración, el deporte, el estudio y
la caridad.
Ambos, Pier Giorgio y Carlo, cultivaron el amor a Dios y a los hermanos a través de medios
sencillos, al alcance de todos: la Santa Misa diaria, la oración, y especialmente la adoración
eucarística. Carlo decía: «Cuando nos ponemos frente al sol, nos bronceamos. Cuando nos ponemos
ante Jesús en la Eucaristía, nos convertimos en santos», y también: «La tristeza es dirigir la mirada
hacia uno mismo, la felicidad es dirigir la mirada hacia Dios. La conversión no es otra cosa que
desviar la mirada desde abajo hacia lo alto. Basta un simple movimiento de ojos». Otra cosa esencial
para ellos era la confesión frecuente. Carlo escribió: «A lo único que debemos temer realmente es al
pecado»; y se maravillaba porque —son palabras suyas— «los hombres se preocupan mucho por la
belleza del propio cuerpo y no se preocupan, en cambio, por la belleza de su propia alma». Ambos,
además, tenían una gran devoción por los santos y por la Virgen María, y practicaban generosamente
la caridad. Pier Giorgio decía: «Alrededor de los pobres y los enfermos veo una luz que nosotros no
tenemos».[3] Llamaba a la caridad “el fundamento de nuestra religión” y, como Carlo, la ejercitaba
sobre todo por medio de pequeños gestos concretos, a menudo escondidos, viviendo lo que el Papa
Francisco ha llamado «la santidad “de la puerta de al lado”» (Exhort. ap. Gaudete et exsultate, 7).
Incluso cuando los aquejó la enfermedad y esta fue deteriorando sus jóvenes vidas, ni siquiera eso los
detuvo ni les impidió amar, ofrecerse a Dios, bendecirlo y pedirle por ellos y por todos. Un día Pier
Giorgio dijo: «El día de mi muerte será el día más bello de mi vida»;[4] y en su última foto, que lo
retrata mientras escalaba una montaña de Val di Lanzo, con el rostro dirigido a la meta, había
escrito: «Hacia lo alto».[5] Por otra parte, a Carlo, siendo aún más joven, le gustaba decir que el cielo
nos espera desde siempre, y que amar el mañana es dar hoy nuestro mejor fruto.
Queridos amigos, los santos Pier Giorgio Frassati y Carlo Acutis son una invitación para todos
nosotros, sobre todo para los jóvenes, a no malgastar la vida, sino a orientarla hacia lo alto y hacer de
ella una obra maestra. Nos animan con sus palabras: “No yo, sino Dios”, decía Carlo. Y Pier Giorgio:
“Si tienes a Dios como centro de todas tus acciones, entonces llegarás hasta el final”. Esta es la
fórmula, sencilla pero segura, de su santidad. Y es también el testimonio que estamos llamados a
imitar para disfrutar la vida al máximo e ir al encuentro del Señor en la fiesta del cielo.