Homilía completa del Papa Francisco en el santuario de San Juan Pablo II

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30/07/2016
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El pasaje del Evangelio que hemos escuchado (cf. Jn 20,19-31) nos habla de un lugar, de un discí­pulo y un libro.

El lugar es la casa en la que estaban los discí­pulos al anochecer del dí­a de la Pascua: de ella se dice sólo que sus puertas estaban cerradas (cf. v. 19). Ocho dí­as más tarde, los discí­pulos estaban todaví­a en aquella casa, y sus puertas también estaban cerradas (cf. v. 26). Jesús entra, se pone en medio y trae su paz, el Espí­ritu Santo y el perdón de los pecados: en una palabra, la misericordia de Dios. En este local cerrado resuena fuerte el mensaje que Jesús dirige a los suyos: «Como el Padre me ha enviado, así­ también os enví­o yo» (v. 21).

Jesús enví­a. Él desea desde el principio que la Iglesia esté de salida, que vaya al mundo. Y quiere que lo haga tal como él mismo lo ha hecho, como él ha sido mandado al mundo por el Padre: no como un poderoso, sino en forma de siervo (cf. Flp 2,7), no «a ser servido, sino a servir» (Mc 10,45) y llevar la Buena Nueva (cf. Lc 4,18); también los suyos son enviados así­ en todos los tiempos. Llama la atención el contraste: mientras que los discí­pulos cerraban las puertas por temor, Jesús los enví­a a una misión; quiere que abran las puertas y salgan a propagar el perdón y la paz de Dios con la fuerza del Espí­ritu Santo.

Esta llamada es también para nosotros. ¿Cómo no sentir aquí­ el eco de la gran exhortación de san Juan Pablo II: «¡Abrid las puertas!»? No obstante, en nuestra vida como sacerdotes y personas consagradas, se puede tener con frecuencia la tentación de quedarse un poco encerrados, por miedo o por comodidad, en nosotros mismos y en nuestros ámbitos. Pero la dirección que Jesús indica es de sentido único: salir de nosotros mismos. Es un viaje sin billete de vuelta. Se trata de emprender un éxodo de nuestro yo, de perder la vida por él (cf. Mc 8,35), siguiendo el camino de la entrega de sí­ mismo. Por otro lado, a Jesús no le gustan los recorridos a mitad, las puertas entreabiertas, las vidas de doble ví­a. Pide ponerse en camino ligeros, salir renunciando a las propias

seguridades, anclados únicamente en él.

En otras palabras, la vida de sus discí­pulos más cercanos, como estamos llamados a ser, está hecha de amor concreto, es decir, de servicio y disponibilidad; es una vida en la que no hay espacios cerrados ni propiedad privada para nuestras propias comodidades. Quien ha optado por configurar toda su existencia con Jesús ya no elige dónde estar, sino que va allá donde se le enví­a, dispuesto a responder a quien lo llama; tampoco dispone de su propio tiempo. La casa en la que reside no le pertenece, porque la Iglesia y el mundo son los espacios abiertos de su misión. Su tesoro es poner al Señor en medio de la vida, sin buscar otra para él. Huye, pues, de las situaciones gratificantes que lo pondrí­an en el centro, no se sube a los estrados vacilantes de los poderes del

mundo y no se adapta a las comodidades que aflojan la evangelización; no pierde el tiempo en proyectar un futuro seguro y bien remunerado, para evitar el riesgo convertirse en aislado y sombrí­o, encerrado entre las paredes angostas de un egoí­smo sin esperanza y sin alegrí­a. Contento con el Señor, no se conforma con una vida mediocre, sino que tiene un deseo ardiente de ser testigo y de llegar a los otros; le gusta el riesgo y sale, no forzado por caminos ya trazados, sino abierto y fiel a las rutas indicadas por el Espí­ritu: contrario al «ir tirando», siente el gusto de evangelizar.

En segundo lugar, aparece en el Evangelio de hoy la figura de Tomás, el único discí­pulo que se menciona. En su duda y su afán de entender â??y también un poco tercoâ??, este discí­pulo se nos asemeja un poco, y hasta nos resulta simpático. Sin saberlo, nos hace un gran regalo: nos acerca a Dios, porque Dios no se oculta a quien lo busca. Jesús le mostró sus llagas gloriosas, le hizo tocar con la mano la ternura infinita de Dios, los signos vivos de lo que ha sufrido por amor a los hombres.

Para nosotros, los discí­pulos, es muy importante poner nuestra humanidad en contacto con la carne del Señor, es decir, llevarle a él, con confianza y total sinceridad, hasta el fondo, lo que somos. Jesús, como dijo a santa Faustina, se alegra de que hablemos de todo, no se cansa de nuestras vidas, que ya conoce; espera que la compartamos, incluso que le contemos cada dí­a lo que nos ha pasado (cf. Diario, 6 septiembre 1937). Así­ se busca a Dios, con una oración que sea transparente y no se olvide de confiar y encomendar las miserias, las dificultades y las resistencias. El corazón de Jesús se conquista con la apertura sincera, con los corazones que saben reconocer y llorar las propias debilidades, confiados en que precisamente allí­ actuará la divina misericordia.

¿Qué es lo que nos pide Jesús? Quiere corazones verdaderamente consagrados, que viven del perdón que han recibido de él, para derramarlo con compasión sobre los hermanos. Jesús busca corazones abiertos y tiernos con los débiles, nunca duros; corazones dóciles y transparentes, que no disimulen ante los que tienen la misión en la Iglesia de orientar en el camino. El discí­pulo no rechaza hacerse preguntas, tiene la valentí­a de sentir la duda y de llevarla al Señor, a los formadores y a los superiores, sin cálculos ni reticencias. El discí­pulo fiel lleva a cabo un discernimiento atento y constante, sabiendo que cada dí­a hay que educar el corazón, a partir de los afectos, para huir de toda doblez en las actitudes y en la vida.

El apóstol Tomás, al final de su búsqueda apasionada, no sólo ha llegado a creer en la resurrección, sino que ha encontrado en Jesús lo más importante de la vida, a su Señor; le dijo: «Señor mí­o y Dios mí­o» (v. 28). Nos hará bien rezar cada dí­a estas palabras espléndidas, para decirle: «Eres mi único bien, la ruta de mi camino, el corazón de mi vida, mi todo. En el último versí­culo que hemos escuchado, se habla, en fin, de un libro: es el Evangelio, en el que no están escritos muchos otros signos que hizo Jesús (v. 30). Después del gran signo de su misericordia â??podemos pensarâ??, ya no se ha necesitado añadir nada más. Pero queda todaví­a un desafí­o, queda espacio para los signos que podemos hacer nosotros, que hemos recibido el Espí­ritu del amor y estamos llamados a difundir la misericordia. Se puede decir que el Evangelio, libro vivo de la misericordia de Dios, que hay que leer y releer continuamente, todaví­a tiene al final páginas en blanco: es un libro abierto, que estamos llamados a escribir con el mismo estilo, es decir, realizando obras de misericordia. Os pregunto: ¿Cómo están las páginas del libro de cada uno de vosotros? ¿Se escriben cada dí­a? ¿Están escritas sólo en parte? ¿Están en blanco? Que la Madre de Dios nos ayude en ello: que ella, que ha acogido plenamente la Palabra de Dios en su vida (cf. Lc 8,20-21), nos de la gracia de ser escritores vivos del Evangelio; que nuestra Madre de misericordia nos enseñe a curar concretamente las llagas de Jesús en nuestros hermanos y hermanas necesitados, de los cercanos y de los lejanos, del enfermo y del emigrante, porque sirviendo a quien sufre se honra a la carne de Cristo. Que la Virgen Marí­a nos ayude a entregarnos hasta el final por el bien de los fieles que se nos han confiado y a sostenernos los unos a los otros, como verdaderos hermanos y hermanas en la comunión de la Iglesia, nuestra santa Madre.

Queridos hermanos y hermanas, cada uno de nosotros guarda en el corazón una página personalí­sima del libro de la misericordia de Dios: es la historia de nuestra llamada, la voz del amor que atrajo y transformó nuestra vida, llevándonos a dejar todo por su palabra y a seguirlo (cf. Lc 5,11). Reavivemos hoy, con gratitud, la memoria de su llamada, más fuerte que toda resistencia y cansancio. Demos gracias al Señor continuando con la celebración eucarí­stica, centro de nuestra vida, porque ha entrado en nuestras puertas cerradas con su misericordia; porque nos da la gracia de seguir escribiendo su Evangelio de amor.

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